Lo más inquietante de la serie Adolescencia (Netflix) es que transmite la idea de que uno nunca termina de conocer a sus hijos. No por falta de amor, ni cuidado, sino porque siempre hay algo del otro, e incluso de uno mismo, que se nos escapa. La serie refleja muy bien lo multicausal, la opacidad, lo no lineal, lo complejo que es criar.
El conflicto está en volver al otro esperable, en creer que ya conocemos todo acerca de él. Y esto es lo que suelen hacer los padres o madres con sus hijos, porque esta pretensión de conocimiento es tranquilizante.
Como explica Alexandra Kohan, psicoanalista y docente universitaria, en su newsletter de Cenital: “No se trata de vigilar, ni de controlar, ni de descansar en la idea de que uno conoce a sus hijos.
Se trata de acompañar resistiéndose a conocerlo, aun en su incomprensibilidad, aun en su ilegibilidad, aun en su opacidad. Se trata, en la relación con otros, de estar disponibles para que la diferencia encuentre lugar”.
Para Florencia Sichel, profesora de Filosofía por la UBA y creadora del newsletter Harta(s), una de las claves es conversar con los hijos desde un lugar de no-saber, sin dar por sentado lo que creemos que sabemos de ellos, sin bajar línea antes de saber qué piensan, sin desmerecer su posición con la típica frase de “está en la edad del pavo”.
“Una vez un alumno me contó que su momento preferido para hablar con su mamá era cuando iban en el auto, porque ella no podía mirarlo mal y entonces él se sentía más libre para contarle sus cosas”, dice.
No abdicar, esa es la ley primera
María Eugenia Otero es psicóloga analista y profesora adjunta de la cátedra de Psicología Evolutiva y Adolescencia II en la UBA. Por su parte, Lucas Raspall es médico psiquiatra, psicoterapeuta y profesor universitario. Ambos hacen hincapié en la importancia de las “figuras de relevo” en la vida de un adolescente.
Estas son figuras que funcionan como soporte, como guía, sobre todo en una etapa donde la puesta en desorden es saludable y necesaria.

El adolescente se opone, confronta, se enoja con su entorno porque está buscando diferenciarse, construir un criterio de alteridad a partir del cual pueda reconocerse como un individuo distinto, con un cuerpo y un deseo diferentes al de los adultos que lo criaron.
Si el adulto no está presente, el adolescente no tiene con qué enfrentarse, ni en oposición a qué construir su singularidad.
Por eso, Otero resalta que el rol del adulto en esa situación es el de no rendirse, “no abdicar” ante los adolescentes, en palabras del psicoanalista Donald Winnicott. Al final, lo importante es no dejarlos en un lugar de desamparo, y para eso tiene que estar clara la asimetría generacional entre el adulto y el adolescente.
Al respecto Otero explica: “En un vínculo violento todo queda sin discriminar, pegoteado, no se sabe quién es quién. La violencia tiende a la confusión, a la no discriminación. Esto lleva a la dificultad del adolescente para convertirse en alguien autónomo”.
Quizás esta asimetría generacional de la que habla Otero sea una de las falencias de la época que vivimos. Como explica la psicóloga analista, hoy en día hay una sensación por parte de los adultos de que si se involucran demasiado están invadiendo o controlando el crecimiento de sus hijos.
“Hay una idea errónea de lo que podría ser la violencia”, afirma. Lucas Raspall coincide en ese punto: “Se borronea mucho el rol de quién pone los límites en esta generación de madres y padres en la cual me incluyo. Se confunde ser firme con autoritario”, expresa.
El “Padre blando”
Según Otero, los motivos de consulta por excelencia hoy son la ansiedad, la falta de proyectos y, sobre todo, niveles de frustración bajos. “Los adultos nos hemos convertido en dadores omnipresentes. Muchos niños llegan al consultorio con un nivel de despotismo tal que pareciera que los padres fuesen súbditos de esos reyes caprichosos”.
A la par, observa que muchas veces son los mismos adultos quienes no soportan la frustración que conlleva involucrarse en la vida de sus hijos, dialogar, construir límites contundentes con formas suaves.
Para Sichel, una de las claves para el adulto cuidador es aprender a mirarse. “Observar es un ejercicio que tendríamos que empezar por hacer nosotros mismos como adultos cuidadores. ¿Cómo observar a las infancias y a las adolescencias si ni siquiera reparamos en vernos a nosotros mismos? ¿Cómo es nuestro vínculo con las pantallas en un mundo hiperacelerado y exigente? ¿Cortamos en algún momento de trabajar y de estar hiperconectados? ¿Les contamos de nuestros días? Qué pasó, qué aprendimos, qué cosas nos llamaron la atención. Recuperemos nuestro lugar de adultos porque somos nosotros los agentes de cambio también”, reflexiona.

Esta dificultad para ubicarse en el lugar de adulto responsable puede tener un correlato, como explica Otero, con situaciones traumáticas vividas en generaciones precedentes que no fueron resueltas en su momento. No hay que olvidar que en la serie el padre de Jamie fue criado en un esquema violento y quizás por temor a repetir esa forma de crianza, termina por situarse en un lugar de fragilidad donde su figura como padre se diluye.
Incluso, el primer diálogo de la serie es Adam preguntándole a su papá, policía, si puede faltar al colegio. Apenas Luke termina de escuchar la nota de voz le dice a su colega: “Sabe que Tracy (la mamá) va a decir que no y que yo soy el blandito”. Mientras que históricamente la figura del padre era autoritaria y temida, en la serie los padres son figuras endebles fácilmente engañables.
Redes: mundo paralelo
Adolescencia pone de manifiesto una desconexión del mundo adulto con la lógica teen. Los adolescentes de todas las épocas tienen sus propios códigos y lenguaje que buscan excluir la esfera de los adultos para construir su propia tribu. Hoy en día esa realidad está atravesada por las redes sociales.
En la serie la distancia entre el mundo adulto y el adolescente se retrata a la perfección cuando Adam se apiada de su papá al advertirle que no está buscando en el lugar correcto, no le está prestando atención a los emojis en la cuenta de Instagram de Jamie. Luke comienza investigando desde la perspectiva adulta, buscando en ese afuera peligroso pistas para entender el crimen.
“Hay una fantasía de parte del mundo adulto de creer que si los chicos están dentro del cuarto, solos, entonces están bien. Cuando en realidad el mundo a un adolescente le llega por el teléfono”, reflexiona Otero. Las estadísticas lo confirman: En Argentina los adolescentes pasan un promedio de seis a siete horas diarias por día con el teléfono, según el informe Global Digital 2024.
A esto se suma otra dimensión no menor: la omnipotencia característica de la adolescencia encuentra en la virtualidad un territorio ideal para desplegarse. Como explica Otero, “la virtualidad se ofrece como un campo posible para todo”, más aún en la cultura en la que estamos inmersos, regida por la lógica del mercado. En la virtualidad los adolescentes tienen la sensación de que todo es alcanzable -placer, consumo, reconocimiento- y puede cumplirse de forma inmediata, fomentando una fantasía de realidad paralela en la que todo parece posible pero nada se sostiene.

A pesar de que las redes sociales son un punto importante en las problemáticas adolescentes de la actualidad, Raspall señala que la raíz del problema no radica en ellas, sino en la soledad que sienten los adolescentes. “La gran mayoría de los padres y madres terminan de ver la serie y lo primero que hacen es pensar: ‘Tengo que sacarle el teléfono a mi hijo o hija’. Cuando en realidad la serie es un llamado a revisarnos, a volver a mirarnos como cuidadores”, explica.
“¿Qué es ser hombre para vos?”
A lo largo de la serie Adolescencia esta pregunta opera como una inquietud muda, pero constante. ¿Qué es ser un hombre cuando el modelo tradicional ya no encaja pero sus efectos siguen vigentes?
La escritora y feminista Bell Hooks escribe que el primer acto de violencia del patriarcado no es contra las mujeres sino contra los hombres, cuando se los fuerza, desde niños, a “amputar” sus emociones. A esta lógica se suma lo que plantea el historiador francés Ivan Jablonka: cuanto más se obliga a un varón a endurecerse, más frágil se vuelve su ego. La dureza, lejos de fortalecer, puede volverlo más vulnerable a la violencia, la propia y la ajena.
Eddie, el padre de Jamie, encarna esa masculinidad en crisis. Llora, se frustra, se violenta, se confunde. Su figura se va desarmando en simultáneo al derrumbe de las certezas que sostenían su identidad. La serie pone el foco en esa fragilidad y muestra la vulnerabilidad del padre, que en público se manifiesta como ira, y en la intimidad, como llanto.
Los estereotipos de la masculinidad tóxica están muy bien retratados en la serie: un padre que desvía la mirada ante los fracasos deportivos de su hijo, la extrema incomodidad de Eddie cuando desnudan y requisan a Jamie en la comisaría, el hecho de que elijan vandalizar la camioneta de Eddie (¿hay algo peor para un “hombre” que atacar su camioneta?).
Tampoco es casual que el insulto pintado en aerosol tenga una connotación sexual: ¿qué puede herir más profundamente que verse desacreditado en su potencia, en su virilidad? Algo más sutil es que ni Jamie ni Eddie tienen amigas mujeres, o que Manda y Lisa, madre y hermana de Jamie, queden siempre desdibujadas tras los arranques de ira y malestar de Eddie.
En este contexto, Jamie se ve encerrado en un mundo virtual donde la masculinidad se radicaliza en forma de odio. Allí aparecen los ecos de la machósfera, una red de discursos misóginos que promueven la violencia como respuesta al supuesto “fracaso” masculino.
Dentro de ese entramado ideológico se encuentra el fenómeno INCEL, abreviatura de Involuntary Celibate (célibe involuntario), un término que surgió a mediados de los años noventa de la mano de una joven canadiense llamada Alana. Ella creó un foro en internet para hablar de la soledad sexual sin estigmas, en un tono empático e inclusivo.
Sin embargo, con el paso del tiempo, esos espacios fueron ocupados por varones heterosexuales que comenzaron a alimentar discursos de odio hacia las mujeres, a quienes culpaban de su frustración sexual y social.
Los discursos INCEL se construyen sobre ideas profundamente misóginas y deshumanizadoras, que convierten a las mujeres en culpables del malestar masculino. Pero no se detienen ahí: también desprecian a otros varones -los llamados Chads- por su supuesta superioridad genética o éxito sexual, así como a quienes no comparten su visión de mundo.

Serían los famosos “Macho Alfa”, por ejemplo, donde el dolor se convierte en resentimiento, y el resentimiento, en ideología.
Pornografía desde niños
En línea con esto, Lucas Raspall hace hincapié en los efectos de la pornografía en la segunda infancia. “Las estadísticas hoy dicen que casi todos los niños y niñas a los 9 años ya vieron, aunque sea de manera accidental, pornografía. Y la pornografía te dice subrepticiamente qué es lo que se espera de vos, reproduciendo formas estereotipadas de acto sexual de sometimiento y de potencia, de macho sobre hembra”.
Desde otro ángulo, María Eugenia Otero señala que el crimen puede leerse como la respuesta pulsional a una gran herida narcisista: no sentirse elegido, no sentirse suficientemente “hombre”. El deseo de validación, cuando no encuentra cauces simbólicos, puede transformarse en una descarga sin freno.
“Creo que tenemos que criar con ternura -afirma Otero-, con el reconocimiento del otro desde la dimensión de la alteridad. Sobre todo en una cultura donde pensar distinto vuelve al otro un enemigo.”
Florencia Sichel también insiste en esa vía: la ternura, el tiempo compartido, el lugar para el diálogo. “Los chicos y las chicas no son sólo los ciudadanos del futuro, son personas que ya están siendo. Y nosotros como adultos tenemos que estar ahí para ellos, con tiempo y con escucha”, dice.
Más allá de la familia
“No es contra los otros, es con otros”, dice Otero. En línea con esto, Sichel reafirma que no podemos seguir pensándonos como mónadas aisladas. La crianza no ocurre en compartimentos estancos. La vida de nuestros hijos no es una en la escuela y otra en la casa: es una sola, y transcurre en múltiples escenarios superpuestos.
Por eso, más allá del rol crucial de madres y padres en los primeros años, a medida que los chicos crecen también adquieren relevancia otras figuras: maestros, profesores, otros familiares, madres y padres de sus amigos, cuidadores. Criar, en este tiempo, requiere red de apoyo, escucha, comunidad.
Desde la perspectiva de la psicoanalista argentina María Cristina Rojas, lo sanguíneo no es lo central a la hora de pensar lo familiar. Lo que importa, escribe, es la geografía vincular. Esa trama afectiva y cotidiana que excede los lazos biológicos y permite ampliar la mirada sobre lo que entendemos por “familia”.
Ya no hablamos de una única forma de organización. Hoy existen múltiples configuraciones: familias homoparentales, monoparentales, ensambladas. Lo común a todas ellas es que los vínculos no se dan por sentado, sino que se construyen, se sostienen, se reinventan.
“Creo que es muy importante trabajar en qué tribu estamos armando para nuestros hijos e incluso para nosotros mismos también. Poder compartir ahí nuestras preocupaciones. Poder decirle a otra madre amiga: ‘Che, estoy preocupada por mi hijo, ¿cómo lo ves?’, O, ‘Mi hijo me pide que le compre un celular y yo no quiero, ¿qué piensan ustedes?’. Tenemos que poder tener estas conversaciones al interior de la comunidad que habitamos para construir posibles consensos”, dice Sichel.
Adolescencia también muestra qué pasa cuando esa tribu no existe o está rota. El capítulo que transcurre dentro de la escuela abre la lente: salimos de la familia, salimos de Jamie, y vemos una comunidad rota, donde los adolescentes parecen estar a kilómetros de distancia de los adultos.
La adolescencia es otra cosa
Ante el pánico generalizado que causó la serie entre padres, madres y cuidadores, tampoco hay que perder de vista que la adolescencia no es sólo igual a patologías, violencia y adicciones. “Es también creatividad, sensibilidad, poesía, es poder producir nuevos vínculos amorosos, es empatía, es un grito de libertad en muchos momentos sociales necesarios”, expresa Otero.
La mirada que propone Sichel también aporta optimismo a la situación: “La adolescencia no tiene por qué ser así. Los adolescentes no son una categoría separada del mundo humano. No todos los pibes son Jamie. Hay de todo: apasionados, rebeldes, enojados, llenos de dudas; algunos más nihilistas que otros pero especialmente con ganas de debatir y reflexionar”.
Y cierra así su pensamiento: “Lo que más rescato es que como adultos nos pensemos a nosotros mismos y a nuestras prácticas. No caigamos en este pánico generalizado que sigue viendo a la adolescencia como algo raro y se olvida de incluirlos en la conversación”.
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