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      La alegría de ser Mendoza

      Ganador del premio Princesa de Asturias, este escritor español hace más alegres las letras que leemos. Escribiendo, hace que la vida sea mejor.

      Fidel Sclavo

      Eduardo Mendoza, el autor de La verdad sobre el caso Savolta -nos referimos a él en una nota reciente en este espacio- ganó este año el premio mayor de las letras universales que se da en Oviedo, España, al mejor autor, o autora, de cualquier lengua. Y a él le tocó este año esa lotería con unos merecimientos que exceden el azar y van directamente al corazón de sus méritos.

      En realidad, Mendoza empezó a merecer este premio, y muchos otros, desde que era un muchacho que se divertía en Nueva York siendo a la vez funcionario español y habitante de las noches, y de los días, del país más diverso de la tierra.

      El libro con el que amaneció a la alegría de ser imprescindible en la nomenclatura literaria española con una sola obra era aquel Savolta que terminó siendo leyenda y hasta reflejo de las épocas del estraperlo español, radicado en Barcelona, antes de que este país afrontara la guerra civil.

      Ese libro fue devorado poco a poco por lectores asombrados, desconocedores de las impresionantes jugarretas que los poderosos les hacían a lo público, hasta que se convirtió en un clásico. Desde entonces, desde aquel libro, aunque no hubiera escrito ningún otro, Mendoza fue recibido en los aires complejos de la literatura de su país como un genio cuya prosa superaba la simple narración para convertirse en un ejemplo para los que vinieran detrás.

      Era un chiquillo y ya era, digamos, alguien cuya obra (y cuyas obras posteriores, Sin noticias de Gurb, La ciudad de los prodigios, tantos) se recibían con la pasión que remiten a las colas en las librerías, en las ferias y allá donde fuera a hablar de libros o de cualquier cosa.

      Para llegar tan pronto al éxito tuvo, sobre todo, un apoyo que parecía un milagro: el de Juan García Hortelano, el autor de El gran momento de Mary Tribune, que era mayor que él, un veterano, pero que parecía de su estirpe literaria. Así me resumió un día Mendoza lo que había dicho, en aquella crítica vital, su maestro: “¡Déjense de tonterías y lean este libro! ¡Qué curioso que eso lo dijera Hortelano en ese momento!”.

      Ese gran momento, la prosa más duradera de aquel escritor formidable, tenía la capacidad de encanto y de sintaxis que animaba la propia obra de Mendoza desde que éste salió a la calle con aquella historia natural de la golfería de entreguerras. No fue extraño, por eso, que la primera crítica seria que tuvo aquel libro formidable la hiciera Hortelano en uno de los primeros números del diario El País, que salió en España el 4 de mayo de 1976.

      Desde entonces Mendoza no dejó de tener éxitos literarios, que también fueron éxitos personales, porque no hubo un momento de sus sucesivas publicaciones que el hombre que ahora es premio Princesa de Asturias, que ya tuvieron, por ejemplo, Günter Grass o Joan Manuel Serrat, en sus distintas disciplinas, no fuera esperado y aplaudido como si estuviera despertando, en cualquier tiempo, la alegría de leer.

      Para llegar a ese estadio extraordinario que supone darle gusto al lector, y para siempre, no sólo tenía, y tiene, Mendoza una capacidad que queda señalada en todo este texto, pero que es muy difícil de alcanzar en un mundo en el que la literatura también forma parte del juego difícil de los antipáticos.

      Él es, créanme, de las personas más simpáticas de este oficio de talantes tan diversos. De hecho, y así son las coincidencias de la vida, unas horas antes de que el jurado decidiera en Oviedo que Eduardo Mendoza ganara ese premio de ganadores tan variados, se sentó en Madrid ante un auditorio que tuvo ocasión de reír con el autor de Savolta, así como de compartir su genio, basado en la memoria y en su gracia de contar, que tiene su baluarte en una agudísima inteligencia.

      Resulta que esa noche del martes el Instituto Cervantes abrió su sede de Madrid para dedicarle un homenaje a Manuel Vázquez Montalbán, fallecido en octubre de 2003 en Bangkok, y convocó a quienes lo quisieron y conocieron (Luis García Montero, poeta, director del Cervantes, Jordi Gracia, adjunto a la directora de El País y él mismo gran conocedor de la obra de Montalbán, y Maruja Torres, periodista, escritora, memoria viva de lo mejor de la cultura periodística española) para que subrayaran la memoria de aquel extraordinario cronista.

      Para ese propósito viajó Mendoza a Madrid a hablar de aquel amigo suyo que revolucionó la crónica sentimental de España, creó el personaje Carvallo, hizo trizas la solemnidad cultural del franquismo e inventó nuevas maneras de explicar la vida y, por ejemplo, el fútbol, del que fue cronista entusiasta y, aparentemente, circunspecto.

      Mendoza y sus compañeros hicieron crónica de aquel ser extraordinario y yo, como cronista presente en el acto, tomé notas de todo lo que se escuchó, hasta que la vida me llevó por otros lares. Pero me llevé las notas, como si lo que estuvieran diciendo Mendoza y sus amigos yo mismo se lo tuviera que contar, donde estuviera, al gran cronista ausente desde hace tantos años.

      En el estrado estaba, naturalmente, Mendoza. Lo vi por un rato ensimismado, como si estuviera viviendo en otra galaxia, o simplemente cansado del viaje, buscando entre lo mucho que sabe algunos hechos que le hicieran recordar andanzas con Manolo, con Juan Marsé, con Joan de Sagarra, con quienes él aprendió a reír (y quizá a escribir, también) cuando era un joven que se reunía con ellos en un lugar mítico de Barcelona, el Leopoldo, un restaurante que no tenía ni principio ni fin: siempre estaba allí para ellos.

      Como si el tiempo no estuviera fijado, como si el tiempo fuera el de aquellos años, una vez que Jordi Gracia le cedió la palabra al ahora ganador del premio Princesa de España éste dijo al auditorio lo que le pasó cuando su amigo murió, y también cuando fueron pasando los años de su ausencia: “Cuando pasaba algo antes de la muerte de Manolo, todos nos preguntábamos qué pensaría Manolo. Luego, cuando se murió, nos dijimos de nuevo qué pensaría Manolo. Al cabo de los años seguimos preguntándonos lo mismo. Y ahora ya decimos, otra vez, cómo pensaría Manolo, porque ya este mundo no es el mundo de Manolo, es otro. Pero su forma de pensar nos puede seguir siendo útil a la hora de afrontar la realidad”.

      Mendoza es todo Mendoza, un hombre singular lleno de amigos, al que convoca todo el mundo cuando quiere saber de él cómo fueron, o cómo son, los otros. Carmen Balcells tuvo de él su despedida, en un auditorio en el que sonó ese adiós como si ella estuviera viviendo, gracias a Mendoza, otra vida entre nosotros. Pasó con Manolo también, ya está dicho, y hace nada fue él quien hizo la laudatio de Serrat, veterano y tan lozano, cuando éste recibió en Madrid el homenaje de sus colegas los músicos.

      Nunca, en ninguna circunstancia, este escritor que tan bien se ríe, y se sonríe, ha dejado de ser, además de un espejo fiel de la buena literatura, aquel que hablando y escribiendo hace que la vida sea mejor. Que él haya ganado este premio hace más alegres las letras que leemos. Más alegres y más unánimes: “¿Ganó Mendoza? Pues qué alegría”.


      Sobre la firma

      Juan Cruz
      Juan Cruz

      Especial para Clarín

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