La combi llegó puntual un 30 de diciembre a las siete de la mañana. Todo era entusiasmo cuando el chofer tocó el timbre del departamento. El plan parecía simple y divertido: íbamos a festejar Año Nuevo en Mar del Plata, queríamos llevar a Rita –nuestra gata– y, como no teníamos auto, contratamos un servicio puerta a puerta que trasladaba mascotas a la Costa Atlántica. El requisito era que fueran acompañados por sus dueños, llevarles su comida y tomar precauciones de seguridad pensando en los animales y en los pasajeros.
Un labrador de casi cuarenta kilos sobre una manta celeste atado con correa y rodeado de juguetes junto a una pareja de veintipico. Un beagle sobre las calzas de una señora con gafas de sol y zapatillas. Un bozal en la trompa de un perro alto, marrón, de ojos azules, y un dueño de pocas palabras que quería dormir. Si la primera impresión fue grotesca, logró ir in crescendo, como los diálogos: “¿Cómo se llama el perro? ¿Cuántos años tiene? ¿Le gusta la playa">