“Seme, agua, al claro surco,/ seminal,/ y al claro reposo seme, agua,/ sueño oscuro”. Estos versos de su poema “Agua circular”, resuenan al despedir a Hugo Correa Luna, escritor y maestro de escritores y escritoras, que murió el pasado sábado 29 de agosto, dejando cinco libros publicados – Andado poesía, El enigma de Herbert Hjortsberg, La pura realidad, Los árboles, Once campanadas a medianoche- y la siembra de su lectura generosa en las novelas de tantos discípulos acongojados por su partida, colegas, alumnos de sus talleres particulares, de Casa de Letras o de la cátedra cuya dirección compartió en los años 90 con Gloria Pampillo y Maite Alvarado en la Universidad de Buenos Aires.
Mientras que sus poemas –Andado poesía (1989)- ponen la mirada sobre los objetos cotidianos, sobre la naturaleza, para nombrarlos y volverlos a nombrar en metáforas sucesivas hasta llegar a ese extrañamiento que nos permite verlos como por primera vez, en su narrativa, otras artes y otros juegos buscan a ese efecto, que a juicio de los formalistas rusos, es la función del arte.
“La realidad siempre está amenazada por la irrealidad, y la literatura es el laboratorio donde se preparan las recetas de esa amenaza”. La frase, de César Aira –de "El realismo"-, es una de tantas llaves posibles para entrar al laboratorio de Hugo Correa Luna. Si bien se trata de un escritor que disfrutaba de experimentar y explorar estilos distintos, se puede recorrer su obra siguiendo su manera de construir mundos en los que la realidad vacila, se enrarece, se confunde con el sueño o la pesadilla.
Quizás un caso extremo de ese juego de los mundos sea su última novela, Once campanadas a medianoche (2018), en la que expande esa burbuja de tiempo en el tiempo que es la ficción, y explora las posibilidades de la suspensión de la incredulidad que la lectura supone, para tejer una trama regida por el absurdo. Un mundo delirante que, a la manera de Kafka o de Lewis Carroll, está dominado por giros sorpresivos, lógicas inestables y personajes peculiares, y que, en su arbitrariedad, establece irónicas correspondencias con la realidad política y social.
El narrador, esa figura de la que Correa Luna hace todo un personaje, se deja llevar desde una fiesta en una residencia aristocrática a los meandros de un barrio industrial, mientras se esfuerza por interpretar y comprender, a la par del lector.
Su novela anterior, Los árboles (2017), se desarrolla en un pueblo chato de la provincia de Córdoba, ámbito propicio al realismo, con chacareros enriquecidos y ociosos gracias a los negocios de la soja, donde, sin embargo, lo sobrenatural se cuela de manera imperceptible e imprime al relato un giro de suprema invención que resignifica lo leído.
El narrador deliberadamente moroso y vueltero, que juega con la memoria del lector a la vez que esconde un as bajo la manga, plantea un desafío a prueba de facilismos -no apto para esos lectores capaces de decir que les “aburre” Saer, por caso- en una novela fascinante y tremenda, que esconde un secreto atroz, pero no está exenta de humor y de esa fina observación humana que caracteriza la literatura de Hugo Correa Luna.
Con el recurso risueño al lugar común, La pura realidad (2007) ya sugiere, desde el título, que alguna impugnación a esa pureza encontrará el lector en sus páginas. Algo socarrona, la voz narrativa prefiere un lenguaje más directo, acorde con el habla coloquial y el mundo cotidiano, prosaico, de sus personajes, Guille y Nelly, a quienes observa con humor en sus preparativos de vacaciones. Las muletillas, los clichés recorren los diálogos sin que esas situaciones se deslicen hacia la caricatura.
De pronto, una carta desde Australia siembra la duda: un tal George les manda saludos y fotos donde aparece junto a ellos, entre canguros. Pero Guille y Nelly nunca han estado en Australia. Lo familiar se ha vuelto extraño, la inquietud resquebraja las certezas de la realidad.
Por último, su primera novela, ambientada en la Patagonia, El enigma de Herbert Hjortsberg (2005) hace confluir en ese extremo del mundo, a fines del siglo XIX, la novela de aventuras y la de espionaje, la búsqueda de tesoros bajo la cordillera y la persecución de un secreto indefinible, donde se desliza también la sombra de lo fantástico, el misterio de lo indecible.
La escritura fluye pausada y liviana a la vez, con la elegancia en la palabra y el afán de contar que caracteriza a los clásicos. Porque así como la memoria de Hugo Correa Luna vivirá en quienes tuvimos el placer de frecuentarlo, sus libros merecen ese destino perdurable, decantadas las modas, el destino de la mejor literatura.
Tres testimonios sobre H. Correa Luna
De Eduardo Rubinschik, escritor: Los libros del querido Hugo Correa Luna dan cuenta de su ductilidad: un poemario, un importante relato en una antología española de cuento argentino y cuatro novelas muy diferentes entre sí, las dos últimas muy recientes. Era un especialista en el universo del narrador, un estratega del manejo de la poética narrativa y además, desde hacía un tiempo había vuelto a escribir mucha y notable poesía. Como escritor prolífico que era, queda abundante material inédito que habrá que dedicarse a publicar.
Como maestro, Hugo era capaz de encontrar los ejes de un texto con su lectura atenta, incisiva. Refundaba un material para la mirada del autor, alcanzándole lentes y remos; ayudaba a navegar la propia escritura, sus eventuales hallazgos y dificultades, con paciencia, con un cariño inmenso por el oficio y sin concesiones pero con profundo respeto, colaborando en el alumbramiento.
Hugo era ese tipo de persona que imprime huellas muy fuertes en la comunidad, un hombre de una honestidad y compromiso con su trabajo a prueba de todo, además de un grandísimo amigo, cuya pérdida nos deja desolados. En cuarenta años de dar talleres y clínicas, cientos de personas fuimos enriquecidas por su lucidez, su entusiasmo, su paciencia, su hondura, su picardía y por su humor.
Hoy Victoria, su mujer, escribió: Ahora hay que imaginar sus lecturas. ¿Podremos">