Décadas atrás, en las revistas de actualidad había una máxima para los periodistas: “Si no hay foto no hay nota”. La foto era la prueba máxima de la verdad. No alcanzaba con contar algo, había que mostrarlo. Aquella consigna tenía un par de variantes derivadas: había notas de “la revista en tal lugar”, con una foto del cronista en el sitio donde algo sucedía o, peor, “la revista con…”, una foto del cronista con el entrevistado como apertura del artículo.
Eran tiempos de rollos y caros revelados y en las casas las fotos tenían el valor de un tesoro, donde se congelaba un pedacito del pasado para revisarlo cada tanto. Las más interesantes, más que los paisajes o los monumentos, eran las fotos con gente. Amigos, familiares. Eso sí: quien sacaba la foto nunca aparecía en ella.
Hoy prácticamente todo humano anda con una cámara a cuestas durante todo el día. Se estima que hay 7.200 millones de smartphones en funcionamiento en el planeta. Que sacan 61.400 fotos… por segundo. 5.300 millones cada 24 horas.
Y un 30% de ellas son selfies, herederas modernas y populares de lo mismo que intentaban aquellas notas en las revistas donde los cronistas posaban: prueban que alguien estuvo en determinado lugar o evento y que eso merece la iración -o envidia- del resto.
Porque esa es la gran clave de la selfie: nos sacamos una foto que certifica que fuimos parte de algo -desde un recital a un cumple, pasando por un atardecer o un partido de fútbol con amigos- para postearla y, likes mediante, sentir el “cariño” de nuestro círculo social, que pueden ser apenas 80 seguidores en Facebook o Instagram. Dopamina instantánea.

Se hace casi de manera automática. Estemos donde estemos, estemos con quien estemos, hay enormes chances de que alguno diga “selfie” y todos posen mirando el telefonito, con una sonrisa forzada o una trompita que se presume seductora. Y se postean, aunque más no sea en el grupo de Whatsapp. Lo que no tiene foto no existe, no sucedió. Y lo que no se postea tampoco.
A tal punto se hace adictiva -u obsesiva- esa conducta, que se pierde la noción de dónde estamos. Para qué estamos allí. Es como esa gente que va al acto de fin de año del hijo y no lo mira sino que lo filma. En el extremo están esos tantos que ya no están en este mundo por buscar un mejor ángulo para la foto que se querían sacar delante de algún precipicio: según un estudio español, entre 2008 y 2021 habían muerto 379 personas en accidentes vinculados a sacarse una selfie.
Por supuesto, también perdieron la noción de dónde estaban esos que este jueves se sacaron fotos junto al féretro de Francisco en San Pedro. Fueron pocos entre los 90.000 que pasaron los dos primeros días junto al ataúd del Papa argentino, fallecido el lunes, pero alcanzaron para la polémica.

Se viralizaron las selfies de dos mujeres, una de las cuales también filmó un video con el cuerpo de Bergoglio de fondo, con su rosario entre las manos y su mitra blanca. Otras imágenes fueron la de una pareja abrazada y sonriente, como si detrás de ellos no hubiera una persona muerta. Como si no hubiera grandes diferencias entre posar en la playa o en un funeral. No les interesaba la experiencia, sino contar que estuvieron allí. Obviamente, los guardias de seguridad impidieron más tomas tras percatarse. Obviamente, la controversia estalló y se dirimió en las mismas redes que viralizaron las imágenes.
Es la nueva normalidad. No se saca más una foto de La Gioconda. Se saca la foto de uno posando delante de La Gioconda.
¿Tiene sentido?
Black Mirror, la serie que muestra distintas encarnaciones de futuros negros, no tocó el tema de la obsesión selfie en sus siete temporadas, pero sí un primo hermano: el de la desesperación por los likes en las redes. Nosedive, se llamaba el capítulo.
Caída en picada, quiere decir.
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