Llevamos seis elecciones provinciales en lo que va de 2025, una cuarta parte de los distritos, entre ellos dos de los cinco grandes (Santa Fe y CABA). En todos ha caído la participación respecto a las mismas elecciones de medio término locales: en promedio 10 puntos, que como el domingo pasado se acercan peligrosamente a solo la mitad del padrón electoral.
Lo que empezó llamando la atención en Santa Fe el 13 de abril, terminó convirtiéndose en una tendencia general. Esto tira por la borda el argumento de que alguna instancia gubernamental pudo haber incentivado la baja asistencia, ya que un fenómeno generalizado escapa del ámbito de decisiones estratégicas.
Las causas pueden ser varias: un electorado cansado de asistir a votar más de una vez en el año, una opinión pública todavía con la cabeza puesta en tratar de zafar de la crisis económica, la consideración de que estos comicios adelantados no revisten ningún dramatismo que incentive la participación, el menor atractivo de los comicios legislativos de medio término, la fatiga cívica que se detecta a nivel global, entre otros.
También estamos en la primera parte de una experiencia política inédita que, desde sus orígenes, cuestionó el rol del Estado y la política en su incidencia en la vida cotidiana de los ciudadanos, promoviendo menores regulaciones y una actitud de que cada uno se desarrolle a su propia suerte. Esto genera al menos un interrogante sobre si la sociedad argentina entró en una nueva fase respecto a su cultura política de los últimos 41 años.
Más allá de las razones del fenómeno, una participación a la baja permanente representa un severo desafío en varias puntas. Primero, agudizará la dificultad de las encuestas preelectorales para poder establecer proyecciones de escenarios.
Si bien muchas de las críticas que se les hacen son un tanto simplistas y faltas de rigor metodológico, lo cierto es que la problemática es global, como se ha debatido en profundidad en el último encuentro latinoamericano de la WAPOR (World Association of Public Opinion Research).
Es complejo saber quiénes están respondiendo más a los encuestadores en cada ocasión: ¿los más politizados, informados o ideologizados? Los que no tienen esas características ¿irán a votar finalmente? ¿pueden los estudios estimar con precisión el nivel de ausentismo?
Si el universo de asistencia se reduce, los cálculos entrarán en una zona de turbulencia, mayor a la actual. Este domingo pasado hubo elecciones en Portugal, y el sitio Intrapolls -dedicado a publicar y analizar encuestas- dijo que cesaba sus actividades, entre otras razones, porque “actualmente, nada funciona: todas las encuestas, agregadores y modelos de todas las empresas han fallado significativamente, haciendo que la industria sea progresivamente obsoleta”. Quizá sea exagerado, pero muestra el grado de desconcierto existente.
Si la asistencia se reduce a los más politizados e ideologizados, entonces las campañas se sentirán más cómodas apelando solo a sus núcleos duros y radicalizados, no habiendo incentivos a moderar los discursos para captar votantes independientes, menos politizados, oscilantes o de centro. Se impone así la lógica de dirigir la comunicación a las respectivas “minorías nítidas”, ya sin pretensiones de construir mayorías electorales.
La progresiva fragmentación del electorado -fenómeno que lleva al menos 30 años y se profundizó en todo el mundo en los últimos 10- es un formidable combustible para la dicho anteriormente.
Se trata de construir el fragmento más grande, apuntando con relatos que homogeneicen cada minoría, evitando diluirlas. Demás está decir que esta alternativa estratégica va de la mano con los algoritmos de las redes sociales, los cuales aseguran mayor permanencia en el consumo con posteos radicalizados y no con los moderados.
Tal cual lo describimos en este medio en la nota “La política en la era exponencial” (5 de marzo pasado), esto afecta la manera en cómo se harán construcciones políticas en la nueva era, al mismo tiempo que atenta contra la generación de grandes consensos democráticos.
¿Para qué consensuar y moderarse si la estrategia de campaña no me obligó a ello? Hace 30 años un excandidato presidencial repetía a sus referentes: cómo se llega al poder, determina la forma en que se gobierna.
Claro que para usufructuar esa posibilidad que da la fragmentación, se debe tener muy claro cuál es mi minoría nítida, qué la homogeneiza, la radicaliza y la blinda frente a otros discursos que pretendan seducirla. Eso implica una profunda investigación de opinión pública y un alto profesionalismo en el manejo de la comunicación, particularmente en las redes sociales.
Todo eso significa dinero y sofisticación, lo cual no destaca a la mayoría de las campañas habitualmente. Es por eso por lo que, quienes tienen más presencia territorial y/o controlan alguna instancia estatal, tienen más probabilidades de ser competitivos. Así se profundiza la tendencia de la “cancha inclinada”.
Carlos Fara es politólogo. Consultor político especialista en Opinión Pública y campañas electorales.
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