Lo fueron a buscar al fin del mundo, como dijo el Papa apenas apareció en el iluminado balcón ya investido como Sumo Pontífice, y con él, Macondo llegó al Vaticano.
“Los profundos dobles de la Basílica del Vaticano se entreveraron con los bronces cuarteados de Macondo”, escribió Gabriel García Márquez, profético, en *Los funerales de la Mamá Grande*.
Entonces, la muerte de la Matriarca de Macondo atravesó los océanos y el Papa se enteró y viajó en góndola al ardiente Macondo.
Ahora fue a la inversa: el Cardenal Bergoglio llevó Macondo al Vaticano y con él llegaron los peronistas, sus bigotes o sus barrigas, la presidenta Cristina entre lágrimas, que le regaló un mate y le explicó cómo usarlo ante las cámaras. Entonces Pepe Mujica, el oriental que fue tupamaro y luego moderado presidente, le lanzó uno de sus dardos legendarios: “Tiene 80 años de argentino el Papa y ella le enseña cómo se toma el mate”.
También llegó el presidente Macri, y el rostro sombrío del Pontífice para la foto, y ahora el presidente Milei con la cabellera encasquetada y su hermana; así, Argentina se incrustó en San Pedro.
Pero un Pontífice es más que su argentinidad, en este caso.
Aunque era tan argentino…
Su pontificado en un sentido comienza ahora.
Post mortem el complejo mensaje se vuelve tempestad.
Visitó a Evo Morales, que levantaba su brazo izquierdo al lado de Bergoglio; a Fidel Castro en Cuba; recibió al impío Nicolás Maduro, pero también a la reina Isabel de Inglaterra y a su hijo, ahora monarca, Carlos; a Diego Maradona y a Messi. Viajó a Brasil ante multitudes, a Chile con más controversia y a Myanmar para acompañar a los musulmanes rohingyas perseguidos. Se prosternó ante un Jesús investido como un niño palestino y, en su último acto, horas antes de morir, a sabiendas de su partida, apareció en la Plaza, pidió por la paz y alertó sobre el creciente antisemitismo.
Ese domingo de Pascua de Resurrección exhibió su dimensión y su calvario, el que precede a la muerte, pero allí estaba, dejando el testimonio de su última presencia.
Lo difamaron por sus acciones durante la dictadura, pero fueron calumnias. Defendió y protegió a perseguidos.
Este cronista es testigo: cursó algunas materias de filosofía en el Colegio Máximo de San Miguel, donde Bergoglio era rector en aquellos años de espanto y allí los estudiantes estaban a salvo de las zarpas dictatoriales.
Después del europeísimo y teologal papado de Benedicto XVI, geométrico y doctrinal, Bergoglio, el hacedor del modelo del “cura villero”, llevó Macondo al Vaticano, pero decidió no volver a Macondo, su país tan partido, porque aquí la discordia es popular.
En la Via della Conciliazione, en el Vaticano, hay un partido de fútbol espontáneo, porque claro, el extinto era un argentino futbolero y cuervo, y a metros, el impresionante catafalco exhibía el cuerpo yerto del Papa Francisco, con su tiara y sus blancos hábitos ya dispuestos a la extenuante rigidez de los difuntos.
La casaca celeste y blanca no se ausentó a la cita popular de su defunción litúrgica y abierta a las multitudes.
Francisco fue también un teólogo, muy diferente a Ratzinger, pero no menor en el campo doctrinario. Logró distanciar al clero universal de la Teología de la Liberación que pretendía aunar marxismo y cristianismo en los años ’70, y articuló las profundidades de la Opción por los Pobres, sin promover lucha de clases, sino la cercanía a los humildes, la pastoral de los necesitados, para los necesitados y por ellos, según su visión y acción.
Ahora, muerto ya, su mensaje se potencia en plegarias y peregrinajes, en ruegos, lágrimas y escapularios, en medallas besadas de la religión popular, en los flagelados y desheredados, en el socorro reclamado por los que sufren y que ahora sentirán quizás más desamparo o quizás más compañía espiritual de Su Santidad, que no será borrado de la memoria profunda. La eternidad, según el imaginario popular, tomó la finitud de su muerte.
El sombrío sentimiento del luto masivo no se sumerge en la nada encarnada en un cadáver.
La fe en su vida eterna se expande en coros y romerías de los devotos católicos que aguardan su redención.
Los que velan en las villas argentinas y latinoamericanas, los que toman mate y los que han compartido el mate con ese transeúnte ungido por sus intrincados compañeros purpurados, los inmigrantes que llegan a Lampedusa, esqueléticos y perseguidos, los descamisados retrospectivos y manipuladores del Papa que recibía a todos, los rosarios que supo distribuir a santos y demonios, porque la redención no se niega nunca: su impronta, desde el fin del mundo, que es el nuevo mundo, busca en la fe su camino, se pierde en heterodoxias y sincretismos, se encuentra y se desencuentra.
Macondo, sus bronces cuarteados y los profundos dobles vaticanos, unidos y reunidos en un hombre que nació en Flores, que viajaba en subte, que usaba añosos zapatos ortopédicos aferrados a sus pasos sobre los andurriales de barro y también sobre los altivos mármoles de las cúpulas, que lo sintieron trajinar aquí y allá, como un viento que confinó etiquetas y adjetivos a un lado, porque el Papa al fin trascendió las simplificaciones, elevándose al misterio del camino, desde el fin del mundo hasta las campanas que doblan por su transfiguración hacia la leyenda.
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