Días perfectos en Palermo

Tiene el pelo castaño claro atado en una impecable cola de caballo. Una buena piel y un maquillaje discreto pero muy cuidado, que no permiten identificar su edad. Un cálculo rápido la ubica en algún punto entre los 40 y los 50 años; quizá sea un poco mayor. Es sumamente educada y tiene unos ojos que sonríen por su cuenta.

Prolija en su uniforme, trabaja sin pausa. Llena el balde, humedece el trapo, repasa el piso, una, dos, tres veces. Toma el resto de los elementos y con otro trapo frota los azulejos como si fuera a sacarles lustre. Lo logra; relucen y brillan. Después entra a los dos compartimientos y repite su faena. Limpia esos baños del restaurante de un shopping en Palermo como si en ello se le fuera la vida.

Cuando uno la felicita, sonríe, agradece y da a entender que apenas hace lo que está convencida de que hay que hacer. Tiene razón, pero lamentablemente no siempre lo que se debería hacer coincide con lo que en verdad se hace. Y lo hemos normalizado demasiado.

Ante el ejemplo de esta mujer es imposible no pensar en Hirayama, el protagonista de "Días perfectos", la conmovedora película de Wim Wenders. Maduro, callado, reflexivo y austero, metódico y de una eficiencia a prueba de cualquier examen, el hombre dedica sus días a mantener impecables los baños públicos de Tokio. También él hace su trabajo como si no se tratara de una tarea a cambio de un salario. También él pone un empeño, una dedicación y un esmero dignos de la mejor causa.

Es alguien que siente, como explicó Wenders, orgullo de ser útil a los demás. Alguien que, como la mujer que asea esos baños palermitanos, parece haber encontrado de la manera más insospechada el tantas veces esquivo e inasible sentido de la vida.