La semana pasada dejé de ser inmortal. Podría llamar la atención que siguiera sintiéndome así, entrada la segunda mitad de la vida, con una buena pila de arena en la parte de abajo del reloj. Sin embargo, un fulgor adolescente me acompañaba a todos lados, como si una parte mía siguiera teniendo quince años. Hasta la semana pasada, que giré brusco la cabeza y me dio vértigo. Me paré y me mareé fuerte, me santé y fue peor. Se me movía el piso como si estuviera en un barco surfeando una ola gigante.
Corrí a una guardia y, mientras esperaba que me atendieran, hice lo que todos sabemos que no hay que hacer: googlear. La cantidad de enfermedades mortales que nos ofrece Internet para cada síntoma es una invitación descarada a la hipocondría y el pánico. No entiendo cómo los médicos estudiaron todo eso y andan tan tranquilos por la vida con sus batas blancas recetando aspirinas a la gente; pero a mí, de pronto, me cayeron todas las fichas juntas de la fragilidad del cuerpo humano y la posibilidad de un resquebrajamiento generalizado.
Voy a hacer el cuento corto porque esto no es una historia clínica. Resulta que se me habían desacomodado los otolitos. Son unos cristales que se ubican dentro del oído interno y mandan señales al cerebro para mantener el equilibrio. Cuando estos cristales se salen del vestíbulo donde tienen que estar y migran a otro, te sentís como si te hubieras tomado seis tequilas al hilo. Por suerte, me atendió un neuro otorrino milagroso que me arregló con un par de maniobras, pero me quedó una sensación residual, un bruto julepe. Si de un día para otro una parte tan chiquita de mi cuerpo puede fallar y dejarme tan inútil, ¿cómo es posible que todo lo demás ande todo el tiempo? ¿Cómo es que voy a trabajar, hago deporte, salgo con amigos y siempre todo se acomoda perfecto? ¿Y cuánto va a durar esta magia?
Para colmo de males, a mí siempre me gustó la aventura. Hice deportes extremos, periodismo en zonas hostiles, bungee jumping, buceo y todos esos coqueteos con el peligro sólo aumentaban mi sensación de invulnerabilidad. Hasta que un día giré mal la cabeza y se me dio vuelta el mundo. Y ahora ¿cómo sigo? ¿Aumento la frecuencia de mis chequeos médicos? ¿Aprovecho el susto para tomar conciencia de que debo cuidarme más, que corresponde poner la salud y la seguridad por delante de la diversión y el riesgo? ¿Me encierro en mi casa, no viajo, no hago deporte y, sobre todo, no sacudo la cabeza nunca más? ¿O todo lo contrario? ¿Tomo conciencia de que la vida es corta, la joda se puede acabar en cualquier momento, es tiempo de animarme al salto en paracaídas, el safari por Africa, nadar con tiburones, manejar un fórmula uno y agarrar una correponsalía en Marte? Supongo que es cuestión de encontrar un equilibrio, tratar de vivir el presente sin jugarme el futuro y cruzar los dedos para que la semana que viene a más tardar ya vuelva a sentirme inmortal.
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