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      Así era Tato Bores papá: Alejandro Borensztein y un diario íntimo del hombre sin peluca ni frac

      • A 100 años del nacimiento del gran cómico de la Nación, su hijo mayor lo recuerda en su faceta más tierna.
      • Su modo de criar y decir "te quiero", sus ritos y sus guiños cómplices.

      Así era Tato Bores papá: Alejandro Borensztein y un diario íntimo del hombre sin peluca ni fracTato Bores y su primogénito. Alejandro Borensztein en los sesenta, antes de la llegada de Sebastián y Marina.

      Verano perfecto. Punta del Este. La piel de la familia Borensztein está barnizada por el sol y la sal de un trimestre. Marzo, 1974. Las vacaciones felices están a punto de terminar, suena el teléfono, atiende el jardinero y sale despavorido a buscar a Tato a la playa.

      Jordán de la Cazuela, amigo y libretista del programa, acaba de morir en una tragedia aérea. Vuelo 981 de Turkish Airlines. Tato le había obsequiado los pasajes a Europa, pero el destino (una huelga) cambió de aerolínea y de recorrido. La mujer y la hija menor del autor español también integran la lista de los 346 pasajeros que no sobrevivieron.

      Alejandro Borensztein, el primogénito, ve aquel día a su padre quebrarse por primera vez y pierde cierta inocencia. Un aterrizaje forzoso en el mundo real: Tato, el que dibuja sonrisas en los argentinos se vuelve frágil, llora, acepta la finitud.

      Hay un Mauricio Borensztein de pantuflas que la mayoría de los argentinos desconoce. Uno sensibilísimo, sin peluca ni frac, que no hablaba de "vermouth con papas fritas y good show", ni maquillaba sentimientos y que llevaba a sus críos a comprar matambre con ensalada rusa a la rotisería Ciarlotti.

      Tato papá, tan terrenal como íntimo, se estrenó en ese rol en 1958 y se fue construyendo en paralelo a esa carrera televisiva a base de monólogos de visionario. Mientras cambiaba pañales en los sesenta, brillaba en cámara con misiles dialécticos de la argentinidad que parecen escritos en 2025.

      "No existe prácticamente día de mi vida en que alguien no me diga algo de mi viejo, incluso gente que no tiene edad de haberlo visto", dice Alejandro Borensztein antes de subirse a un buque que lo regresará un rato a la orilla veraniega de la infancia.

      -¿Cómo es "convivir" con un padre omnipresente?

      -El último ciclo de papá fue hace 32 años y, sin embargo, circula. La tele reproduce segmentos a cuenta de cosas del presente. Aunque uno es grande, ante una situación compleja hace el ejercicio de pensar que le diría. El ejercicio de buscar una voz sabia. Es como si hubiera dos Tato, el público, que no me pertenece, y el papá, el que vuelve para mí. A veces tengo la sensación de que sigue rescatándome. En alguna situación compleja alguien me pregunta: ¿Usted es Borensztein, qué tiene que ver con Tato? Y la situación cambia.

      El entrañable Tato en una de las últimas fotos públicas. (Archivo Clarín).El entrañable Tato en una de las últimas fotos públicas. (Archivo Clarín).

      -¿A dónde te lleva la mente si tenés que pensarlo a Tato muy feliz?

      -La foto del momento es a mis treinta y algo. Mi hijo mayor ya había nacido, vinieron mi hermana y mi hermano a festejar Año Nuevo. Él se sirvió una copa de champagne y me dijo: 'Es perfecto todo ahora. Lo único que me falta es mi papá'. Hacía 30 años que se había muerto el padre y le seguía faltando. Eso te habla de quién era él. De su sensibilidad. Era muy familiero, postergaba cualquier cosa por su familia. Un ejemplo fue en aquel episodio con Servini de Cubría en el primer programa de 1992, un escándalo grande.

      -¿Qué postergó?

      -Esa semana, Berta, mi madre tuvo un episodio cardíaco y hubo que internarla. Todo el mundo estaba expectante del segundo programa y a él no le importó, decía 'yo no vuelvo hasta que Berta no vuelva a casa'. Pocos postergarían algo así con ese nivel de exposición y el nivel de expectativa nacional que había. Era sabio, tenía muy bien manejado el ego.

      -¿Era un padre que solía decir "te quiero" o la educación emocional de entonces no acostumbraba a eso?

      -No era de decirlo, pero, ¿sabés que hacía? Íbamos en el auto y metía la mano entre los asientos como un gesto de cariño. El cariño se expresaba físicamente. Tiempo después me encontré haciendo lo mismo con mis hijos.

      Ser hijo de un gran amor

      Alejandro llegó al mundo cinco años antes que Sebastián y ocho antes que Marina, consecuencia de un amor que se la jugó, que no conoció las medias tintas y que ocasionó un quiebre familiar con ofendidos incluidos.

      Berta, su madre, tuvo que elegir entre seguir los consejos de su papá Don Isaac, o escapar con su enamorado Tato. Todos sabemos el final de la historia.

      Cuenta la leyenda que el noviazgo iba viento en popa, pero a Isaac no le hacía gracia que Tato trabajara en los teatros de revista y cuando hubo pedido de mano, el suegro le pidió a Bores renunciar a la vocación artística y "trabajar en serio".

      El día que le notificaron a Don Isaac que la decisión de ambos era que Tato siguiera adelante con su carrera y con el noviazgo, estalló el conflicto. "Como ocurriría con el peronismo un par de años más tarde, la pareja fue inmediatamente proscripta. A partir de ese momento el noviazgo de Tato y Berta pasó a la clandestinidad", escribió alguna vez Alejandro en una columna magistral sobre Berta.

      La gran Sofía Bozán, "La Negra", logró gestionar la intervención de un juez que aceptó casarlos en 48 horas. La boda de Tato y Berta fue el 12 de mayo de 1954. "Aquel polaco terco murió sin reconocer el matrimonio ni volver a ver a su hija, pese a que Tato intentó sin éxito algunas negociaciones bilaterales. Pocos meses después de la muerte de Don Isaac nace el primer hijo de Tato y Berta que vengo a ser yo. Por eso mi segundo nombre es Isaac", cuenta Alejandro. "Sin Berta tal vez no hubiera existido Tato. Construyeron realmente una familia".

      El primer departamento en el que vivió Alejandro fue un dos ambientes alquilado, en San Luis y Pueyrredón. A los dos años, se mudaron a la calle Bulnes, un espacio poco más grande, dos dormitorios. Una de esas dos habitaciones llegaron a compartirla los tres hermanos.

      "A mí no me llegaba la limitación económica. Nunca nos faltó nada. En Bulnes vivíamos apretados. Papá tenía muy presente que no fuéramos chicos consumistas", remarca Alejandro, que a los 13 pasó a vivir con el clan en una torre en la calle Gelly, un edificio que construyó su tío, el hermano mayor de Tato, ingeniero civil.

      La foto tal vez más hermosa que congeló el aura de padre e hijo (en blanco y negro, que encabeza esta nota) fue tomada en la entrada del viejo Canal 9, en Castex al 3300. Alejandro calcula que entonces tenía cuatro años, que se trata de 1962, un año antes del pase a Canal 11. "Él grababa los viernes y, muchas veces, después del colegio, el Castelli, escuela pública 1 del distrito escolar primero, que ya no existe, yo iba al canal, un super plan", describe.

      "¿Si me iba a buscar al colegio? Claro, muchas veces, fuera de la tele era un tipo común. Si le convenía tomaba colectivo. Recuerdo la primera vez que se fue a Europa, 1965 aproximadamente. Viajó con mamá. Yo debía tener unos siete años y me ofendí, estaba indignado, y se apareció en el colegio. 'Vení, vamos a tomar algo a la esquina', me dijo. Arenales y Carlos Pellegrini".

      -¿Qué te explicó?

      -No recuerdo puntualmente de qué hablamos, pero sí mi bronca. Y vino a rescatarme. A veces tengo la sensación de que sigue rescatándonos...

      -¿Cuáles son tus primeros registros domésticos?

      -Todos los días, a las 19, papá se tomaba un whisky con soda de sifón. Rebajado. Venía a casa su libretista, Carlos Bruto, que se llamaba en realidad César Warnes. Tengo el recuerdo de ese hombre alto, un metro noventa, discutían temas profesionales. Él fue su libretista diez años, después se distanciaron.

      -¿Lo recordás memorizando sus libretos?

      -Él estudiaba los libretos en el Aeroparque. Se iba a esos piletones gigantes, fosas donde la gente estacionaba el auto y ahí repetía la letra. Alguna vez me llevó, tengo el recuerdo de estar saltando por esas piletas vacías.

      -¿Algún reto de él que te haya marcado especialmente?

      -Cuando vivíamos en la calle Bulnes. Me vieja me compró una bicicleta, alta, un poco grande. Supongo que yo tendría unos ocho años. La traíamos en el portaequipaje y él me dijo "no la uses ahora, porque te vas a caer". Bajamos del auto, yo con la bicicleta en la mano, y el portero del edificio me pregunta: "¿A ver cómo andás?". Me caí, claro. Papá se enojó mucho. Era chinchudo, pero el enojo nunca le duraba.

      -¿Cómo eran las vacaciones en familia?

      -Empezamos a ir a Punta del Este cuando no había ni agua potable. Veranos interminables, tres meses que cuando sos chico representan una vida. Volvés a tu casa y ya ni la reconocés. Playa, bicicleta, pesca. Pescábamos en el puerto, sacábamos pejerreyes y después los comíamos.

      -¿Cocinaba?

      -No era de cocinar, pero la comida era prioritaria. Y no era de comer sofisticado, pero sí de comer bien. Al principio compraba en la rotisería de Ciarlotti, después en Motto. Alguna vez grabó una escena con Marcello Mastroianni y Mastroianni le aconsejó los fideos De Cecco. En casa se comía la mejor pasta de Buenos Aires. Los domingos a la noche nos juntábamos a comer y ver el programa. La salsa la preparaba Berta. Siempre levantaba los platos de la mesa. Y me decía: '¿Vos creés que Frank Sinatra levanta los platos de su casa?'.

      -¿Te llevaba a la Bombonera?

      -Le pedía desesperadamente ir a la cancha, pero le incomodaba que lo tocaran, que lo molestaran. Medio a desgano me llevó varias veces y cuando fuimos grandes compró plateas y dijo "vayan ustedes". Mi ídolo era el Tano Antonio Roma. Me acuerdo particularmente de un Boca-Vélez en que consiguió entradas y fuimos. Histórico, ese día Roma superó el récord que era Amadeo Carrizo con el arco invicto (20 de abril de 1969, Roma logra 782 minutos). Tato era muy fanático de Maradona, estaba fascinado. Decidió ir a ver Diego en el Boca-River del barro, de noche (10 de abril de 1981) en que Diego dejó despatarrado a Fillol.

      -¿En qué sentís que con los años te parecés más?

      -Priorizo a mi familia, el disfrute. Podría llenarme de trabajo, pero no. Y tengo muchas de sus manías. Era maníaco de la limpieza. Lo peor que le podías hacer cuando estaba por comer en un restaurante era querer darle la mano. No le gustaba que se le acercaran arriba de la comida.

      -¿Cómo era en relación al dinero, qué autos manejaba, por ejemplo?

      -Su primer auto fue un Isard, un auto mínimo del que no tengo recuerdos, pero dicen que como yo lloraba como loco, él me llevaba en su falda mientras manejaba. Después, tuvo un 403 que para cargarle nafta se abría un farolito de atrás, un 404, un 504. Siempre Peugeot. Se pudo haber comprado un Mercedes Benz, pero no. Era extremadamente generoso. Repartía manguitos para sus compañeros. Lo cuenta Pedro Saborido: les ponía plata en los bolsillos.

      -¿Algún regalo especial que te haya hecho?

      -Cuando cumplí 25 años se sacó el reloj de la muñeca y me lo dio. Un Rolex. Y cuando volví de vivir en los Estados Unidos, él tenía un 604 color crema espectacular. Y me lo dio.

      -¿Era un padre exigente?

      -No. Él me decía siempre "hacé la vida que quieras, elegí lo que quieras". Yo quería estudiar Ingeniería y mi tío, que era ingeniero civil, me aconsejó estudiar arquitectura y no eso porque era una carrera árida. Recuerdo que el día que cambié lo llamé a papá y me dijo: ¿Cómo que arquitectura? Le parecía que era menos, no le gustó de entrada, pero siempre nos apoyó en todo. En mayo de 1985 me gradué en la universidad de Columbia. La Graduation Day es una cosa increíble, un acontecimiento en todo el país, y mis viejos vinieron. Viajando se permitía cosas que de otro modo no, porque afuera no era nadie. Una vez entró al Museo del Prado diciendo que quería comprar un Goya.

      Un museo de Tato

      El de Mauricio era un reloj paterno distinto al del resto de los mortales. Trabajaba durante seis meses y los otros seis descansaba. Regla televisiva de oro. "Mientras estás en cámara, se te cae un pedacito de cara", le explicaba metafórico a sus hijos. "Hay que dejar a la gente con ganas", repetía.

      Alejandro escarba en Tato y se le activan memorias que no sabía que sobrevivían. Una, por ejemplo, de la mano de su padre, en plena calle, al pasar por un kiosco de revistas: "¿Quién es Perón, pá?".

      Mauricio abrió los ojos más que de costumbre, miró al diariero y largó otra pregunta: "¿Cómo le explico?".

      Amigo de Alberto Olmedo, Luis Brandoni, Daniel Rabinovich, Mauricio integraba esa galería de ilustres populares, pero lejos estaba de ser "un hombre farandulero", según disecciona ahora su hijo, quien le dio tres nietos, Julián, Manuel y Martina.

      "Una gran virtud tanto en la paternidad como en la vida fue su aggiornamiento, su adaptación, describe el hombre que en 1987 se puso al hombro, junto a su hermano Sebastián, la autoría y producción del ciclo televisivo de su padre. No hay amigo que no coincida en esa capacidad de Tato como de F5 de las computadoras, de actualización, de renovación. "Odiaba que dijeran que todo tiempo pasado fue mejor".

      -¿Guardás muchos objetos de él? ¿Cómo los guardás, dónde, por qué?

      -En una baulera tengo toda la gráfica. Si hubiera un museo de la tele, todo eso debería estar ahí. Tengo también su peluca, el último frac, los programas de televisión digitalizados, todos los premios, un whisky Ballantines de la última época, que quedó a medias. Y un cuadernito de la década del cincuenta. Anotaba cosas graciosas. Y como decidió que todos los domingos iba a terminar con estrofas del Martín Fierro, tengo todo el Martín Fierro escrito de su puño y letra.

      El 30 de abril de 1965 Alejandro vio llorar a Tato, en un "llanto camuflado". Ese día murió Samuel Borensztein, al abuelo de Alejandro. El tipo que hace reír a los argentinos fue a buscar al niño a la casa de un primo a donde lo dejó esa noche para protegerlo de la noticia. Llevaba unos lentes de sol que escondía la mirada brillosa, pero no podía camuflar el alma partida.

      A Alejandro le tocó despedir a su propio padre 11.213 días después de esa jornada de anteojos negros. El rey cómico de la nación se fue sumergiendo en el sueño rodeado de sus tres hijos y de Berta. Los médicos decían que estaba viviendo más tiempo que lo que el cáncer que atravesaba podía soportar. "Tu papá está aguantando para que ustedes se acostumbren a la idea", intentaban consolar a los tres herederos.

      "Se fue de la mano, realizado, pero hubiera podido dar más", deduce ante "la injusticia" Alejandro, como si no hubieran pasado 29 años de aquel enero de luto nacional. "Murió en el momento cumbre de su carrera, cuando era un prócer al que aplaudían al entrar a un restaurante".


      Sobre la firma

      Marina Zucchi
      Marina Zucchi

      Editora de la sección Historias [email protected]

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