Hélène Gutkowski y Mónica Dawidowicz nacieron en diferentes países, no son familia y cada cual tiene su propia historia. Aún así, sus vidas tienen un enorme punto en común: ambas fueron “niñas escondidas”, y esa decisión de sus padres y madres les permitió sobrevivir al Holocausto.
Comienza la tarde en el Centro Ana Frank y las mujeres ordenan palabras, fechas, nombres, imágenes, recuerdos que forman parte de su biografía y, a la vez, de la memoria universal. La Segunda Guerra Mundial y el régimen nazi atraviesan el relato de una y de otra, desde su más temprana infancia hasta la actualidad.
Hélène Gutkowski, la niña a la que debieron dejar dos veces
Hélène Gutkowski nació en París en 1940, cinco meses después del inicio de la guerra. Hasta allí habían llegado sus padres y su hermano mayor en 1936 desde su Polonia natal.
La mujer, hoy de 85 años, pudo reconstruir su historia no hace tanto tiempo. Fue su ardua investigación la que le permitió armar el rompecabezas que, como consecuencia de tanto dolor, en su casa se mantuvo herméticamente cerrado.
Así supo que, pese a las numerosas restricciones que sufría la población judía en Francia, la familia permaneció en la capital de ese país hasta julio de 1942.

Una serie de legislaciones antisemitas, entre la que se destacaba la Statut des Juifs (Estatuto de los Judíos) ordenaba -entre otras cosas- una suerte de censo sobre los judíos del lugar, así como su exclusión de la vida pública y la confiscación de sus bienes. Hélène cree que sus padres no se anotaron en ese registro y que por eso salvaron sus vidas en una de las redadas en su edificio: fue el único departamento en el cual no tiraron la puerta abajo.
Por las mismas normativas le habían quitado la carnicería a su padre. “Se quedó sin negocio, sin dinero, sin poder alimentar a su familia y sin trabajar. Sin embargo, se quedaron en París. Pienso que especulaban con que eso iba a terminar, que no podía ser que siguiera así. Además no tenían dónde ir y yo era una bebita”, reflexionó la mujer.
Y añadió: “En París aguantaron todas estas expropiaciones, todos esos decretos que limitaban la vida de los judíos, la poca comida que se podía conseguir y el desprecio de mucha gente, hasta que en julio del '42 empiezan a correr rumores de una nueva redada que va a ser distinta, seguramente más complicada o más cruenta”.
Y lo fue: era lo que se conoció como “la redada del Velódromo”, un operativo donde la policía sa detuvo a más de 13.000 judíos extranjeros, entre ellos, unos 4.000 niños. La mayoría de ellos fueron asesinados. Probablemente por no haber participado del mencionado censo, los oficiales no ingresaron a la casa: “Mis padres decían que había sido el primer milagro de nuestra supervivencia”.
“Seguramente, dejarme fue la decisión más difícil de sus vidas”
El peligro era cada vez mayor y tomaron una decisión: debían abandonar París. Huir era la única alternativa, pero hacerlo con un bebé parecía imposible. Entonces, como muchos otros, resolvieron poner a Hélène al cuidado de una familia católica.

“Hoy en día mi vida es esto: contar, trabajar para la Shoah, para que no se reproduzcan cosas semejantes. Pero hasta hace 30 años atrás yo no me interesaba en esto. No sabía ni cuándo, ni porqué mis padres me habían dejado en una familia católica”, itió la mujer.
Según pudo reconstruir, esto fue lo que sucedió: “Mis padres van a tomar la decisión de tratar de pasar a la Zona Libre, cosa que era muy peligrosa porque era una frontera artificial: en ciertos lugares era un río, en otros lugares era un bosque y, en otros, barreras donde de un lado están soldados alemanes y, del otro, gendarmes ses”.
“¿Qué hacer cuando sos una familia de cuatro personas? Una pareja, un hijo de 11 años... seguramente dejarme fue la decisión más difícil de sus vidas. Pero yo tenía 2 años y ningún signo, nada en mi cuerpo que me pueda hacer reconocer como judía”. Esta aclaración, sostuvo, se debe a que, ante la duda, los alemanes ordenaban a un niño o a un hombre que se bajara los pantalones para saber si tenía circuncisión y era judío. Por esa razón su hermano también debía escapar.
Fue la familia Bruno la que le dio un nuevo hogar: “Hasta ese día no la conocían, no sabían si era gente buena o mala. Era gente muy modesta: la señora era analfabeta y tenían cinco hijos. Me imagino que los primeros días fueron triplemente traumáticos: por el hecho de no conocerlos, porque no estaban mis padres y porque no les entendía (ni ellos a mí). Yo no hablaba francés porque en mi casa se hablaba idish”.

Justos entre las Naciones
Hélène vivió con ellos hasta los cuatro años. Sus padres, en tanto, lograron cruzar a la Zona Libre y estuvieron durante dos años en un pueblo llamado Pierre de Bresse, hasta que un atentado los obligó a cambiar de lugar nuevamente.
“Volvieron al norte, alguien en el camino seguramente les indicó sobre un pueblo donde había 10 familias judías, que estaba bastante tranquilo. Allí llegaron mis padres. Tocaron el timbre de unas 10 casas, hasta que vino una señora y les abrió la puerta. Mi papá le dijo que eran tres fugitivos judíos, que no tenían dónde ir. Y ella los dejó pasar”.
Marie y Henri Dégremont se convirtieron así en sus protectores. Les prepararon un escondite en una suerte de altillo y les dieron cobijo durante los seis últimos meses antes de la liberación de París. Luego de ello fueron a buscar a su hija que, en principio, no los reconocía y no quería ir con ellos.

“Es un drama que yo no recuerdo, pero que me contaron. Al final voy con mis padres, que se dan cuenta al llegar a París de algo que no sé si no se lo habían imaginado. Obviamente sabían que no tenían su negocio. Pero no sabían que no tenían tampoco su departamento, que había sido expropiado”. Entonces, según cree, alquilaron una habitación, lo cual consideraron que no eran las mejores condiciones para vivir con la niña.
Esta vez enviaron a Hélène a la casa de los Dégremont. “Fue lo mejor que me pudo pasar”, reconoció. “Ella era enfermera, era culta, con muy buenos valores. Y él era profesor de gimnasia y esgrima en un liceo aristocrático en París. Para mí fueron mis primeros padres, fueron mis modelos”.
Aún tras el reencuentro con su papá y su mamá, Hélène y los Dégremont quedaron en o durante toda su vida. La primera vez que los fue a visitar después de casada, su hija mayor aprendió a caminar en esa misma casa que la había cobijado en su niñez. “Para mí, eso quiere decir algo”, consideró.
En el año 2010, Hélène logró que Henri y Alice Degrémont fueran reconocidos y honrados como “Justos entre las Naciones”, título que rinde honor a las personas no judías que prestaron ayuda de manera altruista a las víctimas de la persecución nazi.
Mónica Dawidowicz, la niña de varios nombres
Mónica Dawidowicz sabe que nació en un sótano, en una fecha incierta a finales de 1941 o en los primeros meses de 1942, en el gueto Jaludna, de la ciudad de Lida, Bielorrusia. En ese momento su nombre era Rojele Mowszowicz. Su identidad cambiaría varias veces a lo largo de su vida.

Poco después de su nacimiento, contó, los nazis entraron por la fuerza a la casa donde su familia vivía junto a algunas más. Todos se escondieron en el sótano que la vio nacer, menos ella. “Era una beba, era peligroso, podía llorar; así que me dejaron en la cama. Los nazis entraron, robaron, rompieron y me desnudaron, pero me dejaron con vida”.
“Mi hermana Ester, también sobreviviente, recuerda que estaban todos en el sótano, llorando en silencio y, cuando escucharon que ya se habían ido, mi padre subió y me arropó. En ese momento resolvieron entregarme a una familia no judía. En realidad, entregar a todas sus hijas a distintas familias; y yo fui la primera”, rememoró Mónica.
Irina Schipula y el horror
Hasta el final de la guerra Mónica vivió con los Schipula. “Ellos no tenían hijos, eran una familia polaca, católica, humilde y protectora. Me bautizaron y registraron en una iglesia como Irina Schipula”, sostuvo.
Mientras tanto, el horror del nazismo llegaba cada vez más cerca. El 8 de mayo de 1942 se produjo otro procedimiento en el cual los nazis, mediante “gritos y violencia dirigieron a los judíos hasta un bosque cercano”. Dawidowicz reconstruyó: “La gran mayoría fue puesta hacia la derecha y, unos pocos, a la izquierda. A la izquierda fueron mi mamá, mi papá y mis dos hermanas, mientras que el resto de la familia (mi abuela, mi tío y mis primos) fueron hacia la derecha. Los de la derecha, finalmente, iban a las fosas comunes”.

Tras esa experiencia los padres de Mónica resolvieron entregar a sus otras dos hijas: Ester fue con una familia rural católica; la hicieron pasar por una sobrina de la ciudad cuya madre había muerto. Neja, en tanto, en principio también fue enviada a una familia protectora. Pero, al no poder acostumbrarse y reclamar por sus padres, volvió con ellos.
En 1943 el gueto de Lida fue aniquilado. Los padres de Mónica y su hermana Neja, enviados al campo de exterminio de Majdanek.
El fin de la guerra
Al finalizar la guerra los pocos sobrevivientes de la familia comenzaron a juntarse. Hasta allí llegaron quienes cuidaban a Ester, hermana mayor de Mónica, para entregar a la niña. “Ella no se imaginó que no se iba a encontrar con papá y mamá, corrió para la casa y allí le dijeron que sus padres no sobrevivieron”.

Poco después, su hermana y su tía fueron a buscar a Mónica a la casa de los Schipula. Y ahí surgió un nuevo inconveniente, ya que la familia que la había criado hasta ese momento no quería regresarla a su hogar de origen. “Mi hermana no quería irse sin mí, pero mi tía la convence de que va a hacer todo lo posible para traerme con ellas”.
Mientras tanto, con documentación falsa como única pertenencia los tíos sobrevivientes prepararon su migración ilegal hacia Palestina, llevándose con ellos a Ester. En el caso de Mónica, en tanto, finalmente intervino el Congreso Judío Mundial y los Schipula accedieron a entregarla.
De allí pasó a un hogar de niños en Suecia, donde ya no se llamó Irina sino Mónica, tal como hoy se nombra a sí misma. Los pocos parientes que quedaban para recibirla estaban repartidos entre Argentina, Uruguay y Estados Unidos. “En el orfanato pasé largos meses, mientras se hacían las tratativas que con la familia no era no eran difíciles, pero sí con los Estados”, aseguró.
Tras las negativas de Estados Unidos y de Argentina un tío radicado en Uruguay logró gestionar una visa como si la nena, entonces de 5 años, fuera su hija adoptiva. Desde Suecia hasta Latinoamérica llegó entonces Mónica, sin mucho más que un pequeño caballito de juguete que, pese a ser uno de sus bienes más preciados, donó al Centro Ana Frank para que sea parte de su exhibición permanente.
El periplo no terminó allí: la familia había resuelto que la niña viviese con sus tíos paternos en Buenos Aires. Pero en Argentina regía la Circular 11, una normativa secreta, firmada a mediados de la década del 30 del siglo pasado, que tácitamente restringía la inmigración de personas de origen judío.

Nuevos documentos falsos lograron su llegada al país: esta vez era Raquel Mowszowicz, nacida en Buenos Aires el 20 de junio de 1941. “Y así se cierra la historia. Yo no la conozco inmediatamente; de hecho, no tengo memoria de nada que haya sucedido antes de mi llegada a Uruguay, ni siquiera los idiomas (ni el polaco, ni el sueco). De pronto, por conversaciones esquivas, me entero que ésta es la nena que trajeron de la guerra, la nena que salvaron”, concluyó Mónica, que a lo largo de su vida también fue Rojele, Irina y Raquel.
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